Por: Eduardo Camarillo Abad
La
lluvia lavaba la sangre de mis manos a la vez que caminaba, con la cabeza
gacha, a través de las lúgubres y desiertas calles de aquella ciudad maldita.
Volvía a mi casa guiado por los esporádicos charcos de luz que las farolas a
ambos lados de la calle arrojaban sobre el pavimento, abriéndome paso entre la
neblina y la soledad y sintiendo el sobre en mi bolsillo pesar tanto como la
penitencia que desde ese momento cargaría por siempre.
No temía ser visto, ni tampoco ser
descubierto: el cuerpo de mi padre yacería sobre su lecho en su habitación del
hotel hasta que al día siguiente alguien se diera cuenta de que James Finto, el
famoso físico inglés, no llegaba a su conferencia sobre los avances de la
ciencia nuclear. Entonces sería cuando todos se movilizarían y, tarde o
temprano, terminarían por entrar a su cuarto y descubrirlo allí, putrefacto y
cubierto de sangre, recostado y mirando al techo con un par de ojos abiertos en
los que todavía se leería el temor que lo había acogido en el instante antes de
que una hoja de afeitar encontrara su camino hasta su garganta.
La contrición que cualquiera vaticinaría
para el cometimiento de un acto de tal envergadura se negaba a alcanzarme, y,
más que preocuparme, aquello me alegraba; era otra de las innumerables cosas
que me hacían diferente a los demás, que me volvían la abominación que, desde
mi concepción, todos habían dicho que yo era. Era el crimen la máxima
constatación de mi desorden, de mi enfermedad, de mi incapacidad para encajar
en aquella frívola sociedad; quizá antes me hubieran embargado el temor y la
tristeza por el rechazo que siempre había experimentado, pero en ese momento me
sentía lleno de vigor, de fuerza, de orgullo propio por mí y mi condición de
paria.
Antes de mí, nunca había habido nadie
como yo.
Desde mi infancia, aquella había sido la
razón por la cual había aterrorizado tanto a la gente. Mi madre había muerto en
1937, en Italia, dando a luz a un hijo de cabello plateado, piel grisácea y un
par de inquietantes ojos que, aún hoy en día, tenían la tendencia de cambiar de
tonalidad de un segundo a otro, fluctuando entre distintos matices tan
coloreados y tan brillantes como si su único propósito fuera llamar la
atención. Nunca había podido entender por qué aquello había atemorizado a la
gente, pues yo encontraba muy agradables los colores de mis ojos, pero todos
parecían creer que eran, junto con el resto de mi apariencia, un mal augurio o
un indicio de brujería, afirmando que yo no era normal y que debía ser aislado
de la sociedad para que nunca dañara a nadie.
Por fortuna para mí, hubo un matrimonio
sueco que no me encontró tan espeluznante y que decidió adoptarme en cuanto me
hallaron en un orfanato italiano, donde había pasado diez años sin recibir el
menor rastro de afecto. Ellos, con premura, quisieron ayudarme a escapar del
oprobio y la reprobación social y ocultaron mis rasgos más inusuales,
comprándome unas lentillas cafés y tiñéndome el cabello oscuro para que pudiera
presentarme en sociedad sin problema alguno. Suena como una medida bastante
radical para un niño, pero yo puedo dar fe de que en ese orfanato pasé los
peores años de mi vida, sin amigos, sin cariño y sin expectativas para el
futuro.
Quizá todo hubiera ido bien con ese
matrimonio sueco si en algún momento la suerte hubiera estado de mi parte, pero
no tardaría en descubrir que había muchas más cosas que me vería incapaz de
comprender. Conforme fui creciendo, pronto quedó claro que mi apariencia física
no era lo único extraño en mí, que había algo más, algo acechando en mis
entrañas que poco a poco se abría paso hacia la superficie. Nunca nadie, ni
siquiera yo mismo, supo explicarlo, pero muchos se contentaban con darle el desdeñoso
y desinteresado nombre de “desorden mental”.
Sumido en mi ensimismamiento, alcancé mi
casa al fin; la lluvia había amainado, y pude atisbar su fachada hexagonal
formada, en su totalidad, por un cristal reluciente que reflejaba las oscuras
nubes que cubrían el firmamento. Me apresuré a subir los peldaños hasta la
puerta de entrada y me colé dentro tras haberle echado un rápido vistazo a la
oxidada placa que marcaba a mi hogar como el número 4-D de aquella calle.
Una vez dentro, continuaba sintiéndome
lleno de energía, inquieto, ávido por hacer algo y apaciguar mis ánimos. Haber
asesinado a James Finto me había puesto frenético, no por el acto, no por el
crimen, sino por la descarga de adrenalina que infunde tomar la vida en una
contienda, así que, sin saber muy bien con qué podría calmarme, me dirigí a mi
cuarto arrastrando los pies y agradeciendo estar finalmente en un lugar
cerrado, pues el contacto con el medio ambiente, sobre todo con corrientes de
aire y humedad, hacía que me debilitara y podía llegar al extremo de ponerme
tan mal que tuviera que ser internado en el hospital, cosa que ya había
sucedido unas veintidós veces.
Subiendo las escaleras hacia la segunda
planta, donde estaba mi habitación, me adentré de nuevo en mi enajenación y
recordé esos años en los que mi desorden mental comenzó a acentuarse. Antes de
ello, mi familia sueca me había amado incondicionalmente; incluso, se había
sentido especial por tener un hijo tan diferente como yo. La felicidad que
sentían por tenerme era inconcebible, dado que, poco después de sus nupcias, el
matrimonio había descubierto que no podría concebir hijo alguno, y, pese a que
su primer intento por la paternidad había sido adoptar a un niño en Suecia, aquello
sólo había entrañado otra desgracia más para ellos.
El niño que habían adoptado antes de mí
se había llamado Johan Scheele; caucásico, risueño y lleno de pueril ingenuidad,
había llamado la atención del matrimonio apenas entró este al orfanato, y ese
mismo día habían salido con él buscando formar la familia que la naturaleza les
había negado. Habían vivido unos tres años en armoniosa e imperturbable
convivencia hasta que, una tarde de junio, Johan (ahora Johan Finto) había
caído grave y repentinamente enfermo; presa de intensas cefaleas, fatiga,
náuseas y una palidez que nadie habría creído posible dada su nívea piel, sus
padres se habían apresurado a llevarlo al médico.
Este parecía estar ocupado y apenas se
tomó un par de minutos para diagnosticar a Johan, concluyendo con un
despreocupado dictamen que anunciaba una intoxicación despreciable para la cual
recetó un sencillo jarabe. Los padres del niño, confiando ingenua y, como
verían después, erróneamente en el médico, habían regresado a casa con el niño
para dejarlo allí e ir ellos a la farmacia más cercana a comprar el jarabe
recetado. Sin embargo, como ya contaban en casa con una minúscula cantidad de
tal medicina, tras dejar al niño habían ordenado a la asistenta que le diera
una cucharadita de la misma de inmediato.
Dada esta orden, el matrimonio había
partido a la farmacia más cercana y no había vacilado en la compra del
medicamento. En cuanto salieron del establecimiento se dirigieron a casa, y,
aunque vieron cómo los bomberos pasaban a toda velocidad a su lado por las
calles, apenas repararon en ello; era un junio especialmente caluroso, y varios
incendios pequeños habían sido reportados ya en los terrenos baldíos que
abundaban por la periferia de la ciudad, donde ellos vivían.
Tal fue su sorpresa cuando, doblando por
una esquina para alcanzar su adoquinada calle, vieron que todos los bomberos se
habían detenido frente a su casa. Llenos de miedo, se acercaron para descubrir
que las llamas devoraban su hogar, el cual estaba envuelto por densas volutas
de humo que ascendían al cielo como si se tratase de una enorme pira funeraria.
Tardaron una hora en apagar el incendio, y, aunque hubo algunos valientes
bomberos que se adentraron al hogar en miras de rescatar a quienes estaban
atrapados en el fuego, no pudieron siquiera hallarlos. Buscaron por todas
partes, aún cuando ya habían apagado el incendio, pero no pudieron encontrar
nada y terminaron concluyendo que sus cuerpos habían sido calcinados y que sus
cenizas se encontraban desperdigadas entre la montaña de escombros que las
llamas habían dejado atrás.
Nadie supo nunca qué podría haber
originado ese incendio, pero tampoco se hizo mucho por investigar al respecto.
Dado aquél terrible evento y dada la aún más desgarradora certeza de saber que
su hijo había muerto de aquella manera, su madre no había querido saber nada
más al respecto y le había pedido a su esposo que se fueran lejos, muy lejos de
allí, donde el recuerdo de su perdido hijo no fuera a atormentarlos hasta el
fin de sus días. Fue así como su esposo pidió, en su trabajo, un traslado a
Italia, y el matrimonio se instaló allí acarreando consigo la sombra de aquél
niño de apenas unos siete años que había muerto, junto con la asistenta, a
manos del brutal incendio.
Pasó mucho tiempo antes de que el
matrimonio pudiera, si no olvidar, al menos superar aquél episodio, aunque la
esposa nunca dejó de ser atormentada por macabras pesadillas donde el cuerpo de
su hijo era lamido por feroces llamaradas que se movían con la agilidad de un
reptil y que devoraban a su hijo con una insoportable lentitud, provocando que
los agudos gritos de terror de Johan perforaran sus tímpanos y, eventualmente,
la hicieran despertar bañada en sudor y lágrimas.
Tras dos años de vivir en Italia habían
vuelto a decidir adoptar, más por hacer otro intento por superar la muerte de
su hijo que por querer otro más. Así había sido como habían dado conmigo; nunca
me lo dijeron, pero sé que me adoptaron por ser el niño más raro del orfanato,
el más extraño y distante, el que les dolería menos perder en caso de que otra
catástrofe sucediese. El caso es que me habían sacado de allí y, poco tiempo
después de tenerme en casa, ya se habían encariñado mucho conmigo, quizá no
precisamente por mí, sino porque tenerme con ellos era como si tuvieran de
nuevo a su Johan, su hijo, alguien a quien cuidar y a quien proteger.
Saliendo de mis pensamientos, llegué a
la segunda planta y torcí hacia mi habitación. La puerta estaba entornada, y a
través de ella se filtraba un trémulo haz de luz que perforaba la penumbra que
comúnmente envolvía aquella zona de la casa. Entré a mi cuarto colándome a
través de aquella abertura y me arrojé sobre mi fría y mullida cama sin
encender la luz, pues siempre procuraba que mi habitación estuviera a oscuras:
mi casa era enteramente de cristal, y odiaba que la gente me viera a través de
las ventanas que rodeaban mi alcoba, tanto que prefería quedarme en la más
impenetrable oscuridad antes que tener que exponerme a aquella traicionera cosa
llamada humanidad.
Me incorporé sobre las sábanas y
recargué mi cabeza contra la cabecera, buscando amainar mi excitación, la
corriente de energía que seguía presente en mi interior. Nunca me había sentido
así, ni siquiera en mis peores momentos, cuando me habían tenido que sedar en
los hospitales; esto era distinto, nuevo e increíblemente revitalizante. Más
que apaciguarlo, ir a mi habitación parecía haber incrementado mi frenesí,
haciéndome sentir invencible, capaz de realizar cualquier proeza y cualquier
ardid; sentía mi pulso cardíaco desbocarse y provocar que mi corazón se azotara
contra mi pecho con vehemencia.
Cerré mis ojos, ya sin saber si quería
que aquella sensación se fuera nunca, y de pronto volví a ser consciente del
peso del sobre en mi bolsillo. Queriendo despojarme de él cuanto antes, lo
saqué y por un momento lo detuve entre mis dedos, los cuales temblaban por toda
la energía que tenía acumulada dentro de mí.
Vacilé un momento, pues en realidad no
quería hacerlo, pero terminé abriendo el sobre para releer sólo una vez más la
carta antes de deshacerme de ella de una vez por todas. Acomodándome de manera
que el rayo de luz impactara contra el papel, leí:
Tadzio Carlo Finto:
Sé que la recepción de esta
carta te causará confusión, y, antes de continuar, quisiera disculparme por
ello. No es mi intención asustarte.
Quisiera decirte muchas
cosas, pero para ello necesitaría más tinta y más habilidad para escribir,
cosas de las cuales, por desgracia, he carecido desde que tengo memoria. Lo
único que puedo adelantarte, para atrapar tu interés y no causar que deseches
esta carta por considerarla absurda, es que, pese a que tú no me conoces, yo sí
te conozco a ti; te conozco mejor de lo que nadie podría conocerte, y sé cosas
de ti que nadie más sabe en este mundo.
Me gustaría que
pudiéramos vernos para que te hable de esas cosas, puesto que, pese a que no sé
escribir con fluidez, sí sé conversar. Justamente me encontraré cerca de tu
hogar el próximo lunes, dado que hay ciertos motivos de trabajo que exigen mi
visita a la ciudad, así que tendré la audacia de proponer que nos veamos en mi
habitación del Hotel Candil ese día a las cuatro de la tarde. Mi habitación es
la 127.
Comprendo que este
mensaje podrá continuar pareciéndote bastante críptico, y me disculpo por lo
receloso que soy para darte más detalles sobre la razón por la cual considero
que nuestro encuentro es de imperiosa necesidad. Espero verte el lunes; estaré
esperándote en mi habitación. La puerta estará abierta.
Para terminar, te daré
un dato más, confiando que, con ello, pueda hacer que decidas asistir y no
temas que esta propuesta tenga otro propósito más siniestro.
Sé quiénes son tus
padres.
Nos vemos el lunes.
Atentamente,
J.
F.
Fúrico, terminé de leer la carta y la
partí en mil pedazos, desgarrándola, escupiendo sobre ella y corriendo con las
yemas de mis dedos la tinta de manera que las palabras se perdieran para
siempre. Una vez terminé con ello, junté todos los trozos que habían quedado a
un lado en la cama, los sostuve en un cuenco que formé con las palmas de mis
manos y me acerqué a una ventana. La abrí como pude, sintiendo cómo el aire que
entraba a través de ella me escocía la piel, y liberé los trozos de papel al
viento, viendo cómo la noche se apresuraba a acarrearlos consigo hacia el
olvido.
Cerré la ventana y me quedé de pie en
medio de mi habitación, cerrando los ojos con furia, cerrando mis manos en
puños y tirándome al suelo para hacerme un ovillo y comenzar a mecerme de un
lado a otro. Odiaba al autor de esa carta, pero más odiaba aún que hubiera
caído en su trampa; odiaba haber cedido a la curiosidad y haber visitado la
habitación 127 hacía apenas unas horas.
No sabía cómo aquél señor había
conseguido mi dirección, pero había dado conmigo y me había dejado esa carta
hacía una semana. Cuando la leí por primera vez, pensé que aquello sería una
broma, pero su aseveración sobre mis padres había podido conmigo y me había
hecho dirigirme al Hotel Candil, algo que había sido un acto muy riesgoso, ya
que aquello podría haber sido un embuste para robarme, secuestrarme, o cometer
algún otro acto de naturaleza deleznable conmigo.
En posición fetal sobre el frío suelo,
reconocí que lo que más odiaba no era lo que había pensado antes; no, lo que
más odiaba era la historia que me había contado ese señor, ese J. F. cuyas
iniciales luego había descubierto que escondían el nombre de James Finto, un
hombre del que yo sólo había leído en periódicos y que me había llamado a su
habitación para contarme sobre mi pasado y revelarme que él era mi padre.
En ese momento lo maldije en
atropellados murmullos y le deseé una larga estadía en el averno al que sin
duda lo había enviado esa tarde. Lo que había hecho y lo que me había contado
era imperdonable, y no soportaba pensar en ello.
Un segundo después detuve mis
esporádicos movimientos sobre el suelo y me dije que debía calmarme cuanto
antes, pues, de lo contrario, sin duda montaría alguna de mis inquietantes
escenas, y no sabía a dónde podría llevar eso en ese momento en el que estaba
tan lleno de energía. Pensé en qué podría hacer para olvidar el recuerdo del
físico inglés y lo supe apenas volteé a mi izquierda.
Me puse de pie y me acerqué a los cuatro
telescopios que estaban colocados a lo largo de uno de los lados del hexágono
que formaba el perímetro de mi casa. Desde que había sido muy pequeño había
encontrado un inexplicable placer en la astronomía, cosa que había entusiasmado
mucho a mis padres, ya que habían pensado que un niño con tantos problemas y
tantas cosas mal, como todos me describían, no podía ser uno que amara observar
las estrellas por las noches. Esa esperanza duró poco, ya que pronto comencé a ponerme
peor, pero prefería no pensar en ello, así que me dirigí al telescopio más
cercano y me agache sobre él para poder observar el firmamento.
Apenas si pude observar algunos
destellos en la lejanía antes de verme sumido, de nuevo, en mis cavilaciones,
incapaz de escapar de ellas, como si quisiesen ver cuánto podía resistir antes
de quebrarme por completo.
Recordé, pues, esos años cuando había
comenzado a empeorar sin remedio. Antes de eso mis padres me habían defendido,
habían afirmado que yo era un niño como cualquier otro y que mis diferencias,
lejos de ser algo por lo cual preocuparse, eran totalmente normales.
Seguramente el recuerdo de Johan seguía latente en ellos, y no me repudiaban
como el resto de la gente debido a que hacerlo sería como repudiar a su primer
hijo.
Pero no pudieron contener el desprecio
por mucho tiempo; incluso, he llegado a pensar que ya lo tenían desde antes, y
que el hecho de que mi estado mental comenzara a empeorar había hecho que la
barrera que habían puesto para contener su repudio se viniera abajo
irremediablemente. El caso es que, cuando tenía unos siete años, comencé a
autolesionarme.
No sé por qué lo hacía, ni exactamente
cuándo comenzó; de pronto, un día desperté para encontrar mi cama cubierta de
sangre. Quise ocultarlo, pero mis padres entraron a mi habitación antes de que
siquiera pudiera intentarlo, encontrándome revuelto entre las sábanas con una
gran cantidad de profundas heridas cubriéndome el cuerpo.
Por supuesto que en un inicio no habían
pensado que yo me había hecho eso, pero los médicos les dijeron que todas las
hendiduras en mi piel sólo podrían haber sido hechas con algún tipo de objeto
punzocortante. Mis padres habían pensado que alguien había entrado a la casa,
así que incrementaron su seguridad hasta un nivel casi ridículo pensando que
aquello no volvería a suceder.
Pero sucedió de nuevo, y más de una vez,
y, eventualmente, mis padres terminaron por aceptar la teoría que muchas otras
personas enteradas de mi caso tenían, por más que yo alegara, una y otra vez,
que no era yo quien abría mi piel. La impotencia que sentí cuando me di cuenta
de que no me creían fue inconcebible, y a partir de ese momento se abrió una
infranqueable brecha entre nosotros.
Tras los regaños, los gritos y las
lágrimas, mis padres me llevaron con diferentes psicólogos y psiquiatras, de
manera que pudieran descubrir qué era lo que tenía mal y arreglarlo para que no
fuera a dañarme más a mí ni comenzara a dañar a otras personas. Todos quienes
me veían me aplicaban distintos análisis para tratar de dar con mi desorden, pero
todos terminaban por concluir que mi caso era algo que nunca antes habían visto.
Algunos auguraban que tenía una extraña mezcolanza de trastornos de personalidad,
pero se daban por vencidos cuando comenzaban a inspeccionarme y descubrían que
tenía alrededor de 4 o 7 distintos desórdenes de ese tipo.
Sin embargo, algo que he de decir es que
ninguno de los psiquiatras o los psicólogos con los que fui parecía apreciarme
mucho; todos parecían odiar tenerme como su paciente y trataban de hacer el
menor contacto posible conmigo, como si los hiciera sentir incómodos,
inestables, inquietos. Tras años de asistir a terapias, un psiquiatra tuvo la
valentía, o el descaro, según se vea, de admitir lo anterior, diciéndome que
sentía una especie de “mala vibra” emanar de mí, haciendo alarde de su título
con aquél comentario tan técnico. Me dijo que algo en mi interior ahuyentaba a
las personas, y que tenía que descubrir qué era.
Yo ya intuía, desde antes, que había
algo que apartaba a todos de mí, pero oírlo de aquél psiquiatra me afectó
bastante. Antes había querido pensar que se trataba sólo de una impresión mía,
que quizá habría alguna explicación, pero no soportaba pensar que aquello fuera
culpa mía. ¿Qué era lo que yo hacía mal?, me preguntaba frecuentemente
entonces. No hacía nada; en cuanto notaba que las personas comenzaban a
tratarme con desprecio o desconfianza, me apagaba por completo, agachaba la
mirada y trataba de no molestar, confiando en que aquello los haría acercarse
nuevamente a mí. ¿Qué era, entonces, aquello que el psiquiatra decía que los
ahuyentaba a todos, si con los años me había vuelto tan introvertido, a causa
del rechazo social, que prácticamente no interactuaba con nadie?
Lo peor, sin embargo, no fue sólo eso,
ni la exorbitante cantidad de fármacos y demás terapias que los innumerables
profesionistas me recetaban y me obligaban a tomar al día, tanto que mi
desayuno parecía consistir más en pastillas que en verdadera comida. No, lo
peor fue que no encontré manera de controlarlo; yo nunca fui consciente de
haberme hecho esas heridas, pero tampoco había explicación alguna para su
súbita aparición en mi cuerpo, y poco a poco fui aceptando la única idea lógica
que había: que en verdad era yo el causante de aquello.
Quizá no lo parezca tanto, pero saberse
incapaz de controlarse y, más aún, incapaz de recordar qué es lo que uno mismo
ha hecho, es terrible. Comencé a desconfiar de mí mismo, atándome a la cama en
las noches, dejando que mis padres me llevaran a distintas terapias de choques
y comprando un diario para escribir en él todo aquello que hacía para que no
fuera a olvidarlo.
Nada sirvió; siguieron pasando cosas
extrañas a mi alrededor, mi condición mental continuó empeorando, y, lo que es
peor, no tenía a nadie que quisiera ayudarme. En cuanto cumplí la mayoría de
edad mis padres se despojaron de mí, comprándome la casa en la que ahora vivo y
prometiéndome que me depositarían una cantidad mensual en el banco para que
pudiera trabajar, sugiriendo, con ello, que nunca podría encontrar empleo
alguno.
Y nunca pude hacerlo: no pude ni entrar
a la universidad ni encontrar trabajo, porque nadie quería aceptarme, porque un
desequilibrado mental no es algo que nadie quiera cerca. Además, tampoco tenía
muchas ganas de hacer nada que requiriese una interacción social; estaba harto
de su rechazo, pero también estaba harto de mí mismo, de no poder controlarme,
de no poder ser dueño de mí mismo, de hacer cosas sin saber por qué las hacía,
de no poder controlar mis emociones, de no tener nadie que me ayudara y de no
poder ayudarme a mí mismo. Estaba impotente, perdido, sin ningún tipo de cariño
y sin ningún tipo de futuro, desconfiando de mí mismo como el adicto que se
sabe incapaz de detener su vicio.
Desde ese momento decidí que ya nada
importaba; me despojé de las lentillas que siempre había utilizado y dejé de
pintarme el pelo, diciéndome que, al menos en la medida que lo pudiera, de ese
momento en adelante yo iba a decidir todo lo referente a mí. Comencé a
sobrevivir del dinero que me daban mis padres sin vivir en realidad.
Nunca comprendí qué me había sucedido ni
por qué, ni qué razón podría tener. Ya he dicho que hubo quienes me compararon
con alguna maligna encarnación, llegando hasta el extremo de decir que mi
llegada al mundo había sido ya vaticinada en el pasado, que la existencia de un
ser maligno como yo había sido anunciada desde el inicio de los tiempos y que
mi existencia implicaba que el juicio final estaba cerca. Con comentarios como
aquél, era inevitable que me preguntara qué clase de monstruo era en realidad
como para levantar tanto repudio y temor en las personas.
Sin nadie que me comprendiera, vivía
sólo cuando algo al mismo tiempo extraordinario y terrible sucedió: comenzaron
a nacer más niños como yo. Lo supe cuando, en una de mis veintidós estadías en
el hospital, un médico entró a mi habitación y me dijo que habían reportado
otro caso de un niño como yo en una ciudad cercana. Nunca supe exactamente qué involucraba
ese “otro caso”; ¿sería un niño con ojos de colores y cabello plateado, o
solamente un chico que todos parecían odiar y que parecía tener, además de
trastornos irrefrenables de personalidad, una innata incapacidad para
interactuar con los demás?
El punto es que poco a poco comenzaron a
surgir nuevos casos de niños que se parecían a mí, y eso, en un inicio, me dio
un poco de esperanza. En mis solitarias noches dentro de mi hexagonal morada ya
había contemplado, más de una vez, la posibilidad de terminar con todo de una
vez por todas. Sería fácil; sólo bastaba con que una noche dejara mis ventanas
abiertas y esperara a que, mientras dormía, las violentas corrientes de aire
que entraban a esas alturas hicieran todo el trabajo por mí.
Lo único que me detuvo de hacer lo
anterior fue, por tanto, saber que había más personas como yo, pues creía que
su surgimiento en la sociedad conllevaría a que mi caso fuera comprendido y
que, al remover la ignorancia, también se removiera el temor. Así que esperé,
paciente, a que el tiempo hiciera su trabajo, pero me encontré con que me había
precipitado a ilusionarme.
Esos niños, a diferencia de mí, hallaron
un camino. La gente no los odiaba, no les temía, no los consideraba
abominaciones o cosas que no deberían de existir, cosas que en la faz de la
tierra no se podía, ni se debía, encontrar. Todos ellos vivieron en acogedores
hogares rodeados de amor y crecieron para convertirse, principalmente, en
médicos o biólogos, sin ningún tipo de cohibición, sin ningún impedimento,
siendo felices y aceptados ahí a donde fueran.
Pero eso tampoco fue lo peor; era
insoportable comparar mi vida con la de ellos y no poder descubrir qué era lo
que me había hecho tan miserable, pero era peor ver que todos esos niños
recibían la admiración de la gente. ¿Por qué los idolatraban a ellos y a mí no?
¿Por qué mi tez no podía ser rodeada también de laureles, por qué la ignominia,
por qué el infundado odio? ¿Acaso esos niños no eran también pueriles
anticristos, engendros de llegada vaticinada, personajes dignos de ser
eliminados de este mundo? ¿Por qué la gente soportaba estar cerca de ellos y no
de mí?
Aquello terminó de sumirme en una
vorágine de depresión y desprecio de la que nunca salí y a la que nadie entró.
Me encerré en mi casa y simplifiqué mi existencia a dos cosas: a pensar en
suicidarme y a buscar cosas con las cuales entretenerme para no pensar en
suicidarme. Lo primero pasaba más que lo segundo, y aunque sentía una voraz
ansia por terminarlo todo, algo en mí, una débil traza de lo que otrora hubiese
sido una flagrante llama, me mantenía vivo y confiando en el futuro, así que
comencé a buscar muchas cosas con las cuales distraerme: películas,
videojuegos, libros, dispositivos electrónicos, maquetas, pintura, plantas;
pasé por todo en algún momento de mi vida, por cuantas cosas se puedan
imaginar, hartándome y despojándome eventualmente de todas ellas.
Sólo hubo un par de objetos que nunca
deseché, y que, aún entonces, continuaba guardando como si fuesen un secreto.
Separándome del telescopio en el que había comenzado a observar las lejanas
estrellas, di media vuelta y los encontré sobre mi cabecera, en su precaria y
premeditada posición, arrojando brillos allí donde la luz nocturna jugaba con
sus superficies.
Eran dos esferas muy sencillas, lisas e
inertes, una dorada y otra plateada. Mi sol y mi luna, les había llamado desde
que las había encontrado, sintiéndome atraído tanto a una como a la otra de una
forma tan particular que me veía incapaz de describirla. Era como si las amara
a las dos, como si me fuera imposible eludir su encanto, su hechizo, el impulso
que sentía hacia ellas, a veces hacia una y a veces hacia la otra. Nunca había
podido entenderlo, pero me reconfortaba tenerlas cerca, y muchas veces sólo habían
sido ellas quienes habían sido capaces de retenerme antes de que terminara con
mi fútil vida.
Me acerqué lentamente a ellas, mesurando
mis pasos, escuchándolos resonar en la noche. Oro y aluminio; de eso estaban
hechas aquél par de esferas que tanto me fascinaban y que me atraían con
demasía. Viéndolas, me encontré recordando algo que hace poco había sucedido,
la última vez que había sido internado en el hospital.
Me había salido de control y había
despertado cubierto de heridas, llagas y feos moretones de una inquietante
tonalidad verdusca. Cosas como esa ya habían pasado antes sin que nadie se
diera cuenta, y era tan común que sucediesen que, cuando me despertaba para
encontrarme con algo así, limpiaba mis sábanas, me bañaba y pretendía que nada
había sucedido.
Esa vez, sin embargo, desperté ya sobre
una camilla camino al hospital. Al parecer, algún transeúnte había estado caminando
por mi calle y, escandalizado, había visto, al alzar la mirada hacia la
enigmática y cuasi embrujada casa hexagonal, que el cristal de la segunda
planta estaba lleno de siniestras manchas de sangre oscura que iban del suelo
al techo y que rodeaban todo el perímetro de la casa.
En ese momento había llamado a la
policía y fue así como una ambulancia pronto llegó por mí para internarme. Yo
casi no pude creer la historia que me contaron los médicos, hasta que uno de
ellos me mostró las fotos y pude ver mi sangre manchando los vidrios. ¿Qué
había sucedido? Nunca me había pasado algo así, y, aunque tras tantas veces de
haber sucedido, ya no me espantaba el hecho de autolesionarme sin ser
consciente de ello, en esa ocasión sí sentí un genuino temor al imaginarme a
mí, fuera de control, hiriéndome y azotándome contra los cristales de mi
habitación en medio de un diabólico frenesí.
No sé cómo no me mandaron al manicomio
entonces; ya en el pasado había escapado de él en numerosas ocasiones y más por
buenaventura que por otra cosa, pero un acto como el que había hecho ameritaba
tal encierro. Aunque nunca me lo dijeron, creo que fue gracias a mis padres que
nunca fui metido junto con los locos, y, aunque en un inicio esto parece un
acto de buena fue nacido de un amor paternal incondicional, estoy seguro de que
fue por una razón muy distinta a que en verdad se hayan preocupado por mí. Pese
a que ya no vivía con ellos, seguía escuchando de mis padres en sus cartas, y
luego, en el periódico, cuando me enteré de que mi padre quería lanzarse para
alcalde de la ciudad, cargo que consiguió poco después de haberme mandado a mi
exilio en mi casa hexagonal. A partir de entonces estuvo siempre involucrado en
la política del país, y tener a un hijo loco e inestable encerrado en un
manicomio hubiera causado un importante detrimento a su imagen que él sin duda
alguna había querido evitar.
El caso es que, esa vez que manché mis
ventanas con sangre, un doctor me mandó llamar una vez que me dieron el alta,
diciéndome que tenía “algunas cosas serias” que contarme antes de que me fuera
de allí. Fue así como, sentado en su sobria oficina, me dijo que me tenía una
noticia buena y otra mala.
La buena resultó ser que ya había
alrededor de 97 o 99 casos reportados de niños como yo, lo cual indicaba que
había más probabilidades de que pudieran al fin descubrir qué era lo que nos
hacía tan diferentes, comparando los resultados de los análisis que nos
hicieran para descubrir algún patrón común. Indiferente, le pedí la noticia
mala y fue entonces cuando él me dijo que, mirando en algunos archivos muy
antiguos, habían descubierto evidencia de casos semejantes al mío en el pasado.
Me dijo, después, que todas esas
personas habían existido hacía mucho y que todas habían muerto por causas
terribles, haciendo poco alarde de su tacto y refiriéndome las grotescas
escenas que habían conducido a esas personas al eterno descanso. Según él, sin
embargo, no debía preocuparme aún, dado que podía ser que esas personas
tuviesen algo distinto a lo que tenía yo y harían falta más estudios y un
análisis más a detalle de sus casos para ver si guardaban una verdadera
relación conmigo, pero que había tenido que decírmelo para que estuviera
consciente del “delicado” panorama con el que estábamos tratando. No pregunté
qué sucedería si esos archivos sí resultaran ser de personas como yo, y él
tampoco lo explicó, pero los dos sabíamos la respuesta a aquella pregunta.
Desde entonces no había vuelto al
hospital y me había quedado en casa, esperando el momento en que alguna de
aquellas terribles cosas que me había contado el médico me sucediera a mí y
escribiendo más que nunca en mi diario, sólo que ya no escribía cosas que
habían sucedido, sino cosas que quería que sucedieran. Ya estaba harto de
registrar mis pasos con tanta minuciosidad, harto de buscar alguna manera de
comprenderme a mí mismo; si ya había intentado hacerlo estudiando mi pasado,
decidí que lo haría estudiando mi futuro.
De tal manera que mi diario comenzó a
llenarse de reflexiones, ideas, visiones e ilusiones que escapaban de mí hacia
las páginas como los suspiros que noche a noche me robaban la vida; imaginaba
un mundo nuevo, distinto, donde pudiera encontrarme y crearme, donde mi
existencia no tuviera por qué estar confinada a aquella casa, al claustro, al
rechazo social y a la incomprensión. Imaginaba un lugar donde pudiera
controlarme y donde, más que pensar, pudiera actuar; un mundo donde la gente no
se preocupara tanto por prolongar la vida sino por acortar la muerte, donde
pudiera ser y no estar, donde las páginas cobrasen vida y me transportasen a
aquél gran misterio que nadie puede nombrar pero que reside en el corazón de
todos los humanos y en cuyo hallazgo se orientan todas las vidas y todos los
actos.
Despegué la mirada de las esferas sobre
mi cabecera y me senté al extremo de mi cama, observando la noche desplegarse
frente a mí en silencio, siempre ecuánime, siempre infinita, reprochando mi
pusilanimidad con cada estrella que tintineaba a lo lejos. Seguía lleno de esa
desbordante energía que había tenido desde mi visita al Candil, pero parecía
que estaba comenzando a calmarme.
Al menos, eso creía.
Por un momento, todo estuvo bien.
Un instante después, sin embargo, una
intensa corriente de aire sacudió la noche, azotándose contra las ventanas y
haciéndolas vibrar como si quisiera colarse dentro y terminar con mi vida.
Sobresaltado, me puse rápidamente en pie y me quedé un segundo allí donde
estaba, estático, mirando desorientado de un lado a otro. Fue entonces cuando
ahí fuera, de la oscuridad, surgieron un conjunto de manchas blancas que en un
inicio catalogué como mariposas, acarreadas por el viento hasta mi ventana.
Las mariposas no tardaron en chocar
contra el cristal, impactando con brusquedad y formando un extraño patrón,
acomodadas por pares y en curiosos escalones a lo largo de las ventanas. Había
poco más de cuarenta de ellas, por lo que pude contar, y, confundido ante su
presencia, me acerqué un poco más al perímetro de mi habitación para poder
verlas mejor.
No eran mariposas. Eran los trozos de la
carta que había roto y que había arrojado al viento hacía apenas unos momentos.
No; no podía ser cierto. ¿Cómo era que
habían regresado hasta mí? Mirándolos detenidamente, me di cuenta de algo más:
la tinta en los trozos no estaba corrida. La caligrafía grabada sobre el papel
era clara y legible, tal y como la había encontrado el día que había abierto mi
buzón para encontrarme con la epístola.
Con el pulso desbocado y mi boca abierta
para soltar repetidos jadeos de desesperación, solté un grito y comencé a
recorrer todos los cristales que rodeaban mi cuarto, analizando trozo por
trozo, tratando de encontrar, sin éxito, alguna evidencia que me dijera que
aquella no era la carta que había roto, que era otra, que había alguna
explicación para todo aquél sinsentido, pues era ridículo pensar que el viento
me hubiera llevado esos pedazos de papel a mí, que los hubiera acarreado
consigo hasta hacerlos chocar contra mi ventana y ahí los mantuviera todavía,
soplando fuerte, asegurándose de que los viera y enloqueciera al hacerlo.
Llegué al último trozo de papel y vi que
tenía la firma de James Finto, resaltando contra la blancura del papel como una
sentencia de muerte.
Ver su nombre y saber que aquellas
palabras que cubrían los cristales las había escrito él me rompió por dentro, y
no pude hacer más que comenzar a soltar alaridos y adentrarme, sin remedio, en
el recuerdo de lo que había acontecido aquella misma tarde, obviando la
realidad, sin saber si el sonido de cosas rompiéndose venía de mis recuerdos o
de mi alrededor, llevando la mezcla de la realidad y la psique a un paroxismo
que mi desbordante energía sólo logró acentuar.
Había llegado al Hotel Candil a la hora establecida,
tocando un par de veces a la habitación 127 antes de ser invitado a pasar. Una
vez dentro había conocido al señor James Finto, el famoso físico inglés que nos
había honrado a los humildes habitantes de esa ciudad con su visita. Tras pasar
las formalidades propias del comienzo de un encuentro, el físico había inhalado
hondo y, juntando las manos sobre su regazo, me había observado con una mirada
tan vacía como inquietante y me había contado la historia de mi pasado.
Mi madre se había llamado Ida Klaproth,
una guapa mujer italiana que, estando estudiando química, había, en 1937,
viajado a Berkley a un congreso científico. Estando ahí, el entonces joven
James Finto había sido también estudiante, y apenas vio a Ida quedó obsesionado
con ella. A lo largo del congreso, que duró una semana, trató constantemente de
captar su atención, pero ella lo ignoró por completo, aún cuando él olvidaba la
sutileza y le refería sus claras intenciones sin reparos.
Este rechazo, para el orgulloso e
inteligente físico, representó una gran humillación que, si algo, consiguió que
su obsesión por conseguirse a Ida se convirtiera en un reto, en la única manera
en que podría confirmar que él estaba verdaderamente por encima de todos y que
debía ser su voluntad, y no la de los demás, la que debiese ser acatada. El
físico había estado lleno de una insufrible presunción nacida de su enorme
capacidad mental, y, sabiéndose inteligente, creía en verdad que él tenía el
derecho de tener a cualquier mujer que quisiese.
Así que, el último día del congreso, el
físico se las ingenió para entrar en la habitación de Ida bien entrada la
noche. Ella dormía, y él, indiferente a nada más que al hecho de confirmar su
superioridad y escapar de la humillación, entró a su cama, la sometió y profanó
su cuerpo con alevosía y deleite, atándola a la cama y metiendo un pañuelo en
su boca, disfrutando el momento en que ella se despertó y, llena de temor, lo
vio sobre ella y adivinó en sus desquiciados ojos su deleznable propósito. En
ese momento fue cuando él supo que había cumplido su objetivo: vengarse,
hacerle ver que ella no podía rechazarlo, que él era James Finto, la próxima
gran mente del mundo, y que, si no había querido ceder por las buenas, él
tomaría su premio de todas formas.
Sin embargo, eso no fue lo único que
disfrutó; se aseguró de postergar aquella tortura todo lo posible, sujetándola
con firmeza contra la cama, deleitándose en la manera en que sus desesperados
gritos se ahogaban contra el pañuelo, en cómo su frágil y níveo cuerpo se
agitaba bajo el suyo, en cómo las lágrimas de sus ojos humedecían las sábanas
junto con el sudor que emanaba de ambos cuerpos. Ella gemía y sollozaba, y su
sufrimiento parecía excitarlo más que el acto sexual mismo.
En cuanto terminó, sacó otro pañuelo más
y, tras haberlo humedecido con cloroformo, cubrió el rostro de su víctima hasta
que esta se relajó y quedó inconsciente. Fue entonces cuando la desató, le sacó
el otro pañuelo de la boca y salió de aquella habitación con tanta tranquilidad
como si sólo hubiera entrado a tomar una taza de té. Esa misma noche partió de
Berkeley y volvió a Londres como un general que regresa victorioso de la
guerra.
Ida nunca pudo superar aquél suceso.
Buscó ayuda e incluso intentó encontrar a su violador para hacerlo pagar por lo
que le había hecho, pero, habiendo estado en la más absoluta oscuridad, ni
siquiera recordaba su rostro. Unas cuantas semanas después, sin embargo, su
desesperación alcanzó su cúspide cuando descubrió que aquél hombre que había
abusado de ella le había dejado algo más que el trauma y la sensación de
impotencia.
Estaba embarazada.
De vuelta en Italia, siete meses después
y gravemente enferma a causa del violento embarazo que la había acogido, Ida
perdió la vida dando luz a cinco hijos, dos de los cuales murieron apenas unas
horas después de haber llegado al mundo. Antes de morir, sin embargo, Ida
Klaproth, quizá sabiendo que no sobreviviría al parto, había dado los nombres
que quería que sus hijos tuvieran, dando sólo tres, pues creyó que sería esa la
cantidad de hijos que tendría.
Tras su muerte, mis hermanos y yo nos
habíamos quedado unos días en el hospital antes de ser enviados cada uno a
distintos orfanatos del país, ya que Ida vivía sola y no tenía ningún pariente
vivo que se hiciese cargo de nosotros. Así había llegado yo al orfanatorio
donde el matrimonio sueco me había adoptado; mis otros hermanos, según James,
habían sido adoptados también, pero se habían quedado en Europa y habían muerto
en la Segunda Guerra Mundial; por fortuna, poco después de adoptarme mi padre
recibió una oferta de trabajo en México, cuya toma aseguró nuestra supervivencia
al librarnos de la masacre de tal conflicto bélico.
James se había enterado de todo esto a
lo largo de los años, ya que, poco después, según me había dicho, se había
encontrado con un corazón contrito ante el acto que había cometido y había
querido enmendar la situación. Había comenzado por buscar a Ida, y un hallazgo
había llevado al otro, hasta que finalmente había dado conmigo y me había
mandado la misiva.
Según él, había querido contarme todo
aquello porque era la única manera en que sentía que encontraría el perdón que
tanto anhelaba, la única manera en que podría desembarazar a su corazón de la
carga que había llevado consigo desde hacía mucho tiempo. Me dijo que se sentía
verdaderamente arrepentido, que lo sentía mucho, que le dolía en el alma el
sufrimiento que nos había causado a mí y a mi madre.
Yo había ido a la habitación del hotel
esperando escuchar cualquier cosa menos lo que me había dicho. Desde que había
entrado había comenzado a sentirme inestable, pero al terminar la conversación
fue que estuve lleno de energía, frenético, furioso, apretando los dientes y
respirando trabajosamente con el rostro enrojecido por la ira. Apenas había
terminado aquél imbécil de contarme su historia, me había puesto de pie
pidiéndole un momento para ir al baño, había entrado y había tomado una hoja de
afeitar oculta tras un espejo. Asiéndola con tanta fuerza que las venas
resaltaban a través de mi piel, había regresado a la habitación y, sin mediar
más palabra con mi desgraciado padre, me había arrojado sobre él y lo había
derribado sobre el colchón de su cama, estando él temeroso, jadeante,
observándome con unos ojos impotentes que eran el reflejo de los que habría
tenido mi madre la noche en que él la había violado.
Escupiendo sobre su rostro, había soltado
un alarido y había descargado mi puño contra su garganta, abriéndola de un
limpio tajo que provocó que se atragantara con su propia sangre y muriera bajo
mi cuerpo mirando al techo. En ese momento, sintiendo que había vengado a mi
madre y que había hecho algo con mi vida, sintiéndome incluso orgulloso por
haber despojado al mundo de aquél hombre, pues era él, y no yo, el verdadero
engendro, había salido del hotel y había regresado a mi casa.
¡Y ahora ahí estaban, frente a mí,
adheridos a mi ventana, los trozos de la carta que aquél maldito hombre me
había enviado, aquél patético, egocéntrico y miserable inglés lleno de una
inconcebible fatuidad que hacía arder mis entrañas! ¿Eso era la ciencia? ¿Para
eso servía tener el intelecto necesario para comprender la física cuántica y el
cosmos, para crear hombres que se sintiesen superiores a los demás y que
actuaran siguiendo sus más carnales impulsos creyendo que todo les era
superfluo porque lo único valioso era el conocimiento exacto de las cosas? ¿De
qué servía tanta inteligencia si no la guiaba un corazón humano y sincero?
Había ido al Hotel Candil buscando
encontrar, aunque fuera, un atisbo de respuesta para la gran interrogante en la
que se habían basado toda mi vida y todo mi errar por la existencia, pero había
salido de aquella habitación más perdido que nunca, más seguro de que toda mi vida
había sido una farsa, de que mi concepción no había entrañado ningún gran
misterio que explicara mis extrañas características y que me pudiera apartar de
cualquier culpa; no, mi origen había sido tan miserable como el resto de mi existencia,
y no podía entender cómo era posible que toda una vida pudiese ser vivida bajo
el yugo de una perpetua desgracia. Era impensable, imposible e insoportable;
para mí la vida requería amor, y, habiendo descubierto que la mía nunca lo
había tenido, había al fin constatado que era, verdaderamente, la abominación
que tantas personas me habían llamado.
Incapaz de soportar tanto mis
pensamientos como la idea de estar viendo los fragmentos de la carta de aquél
hombre, sumido en un irrefrenable frenesí en el que me azotaba contra las
ventanas intentando que los trozos de papel cayeran al suelo o fueran
acarreados a otros parajes por el férreo viento, de pronto di media vuelta y me
acerqué a la cómoda al lado de mi cama, alcanzándola y abriendo el cajón de
hasta abajo para producir, de él, un pequeño libro encuadernado en piel.
Gritando como un condenado a muerte, así
mi diario y lo abrí de un tirón con la intención de buscar los registros de aquél
día y asegurarme de que no había enloquecido, de que había roto esa carta, de
que había corrido la tinta a lo largo de todo el papel y que era, por tanto,
imposible que las palabras estuvieran claras y legibles en los trozos pegados a
la ventana. Tenía que asegurarme de que no había perdido el juicio para
siempre, de que yo era la consecuencia y no la causa, de que la inexorable
desesperanza que comenzaba a crecer en mi interior no podía ser cierta.
Me quedé boquiabierto y atónito al
descubrir que dentro de mi diario no había ni una sola página escrita; todas
las hojas estaban blancas y vacías, sin el menor rastro de tinta, pidiendo a
gritos que alguien las llenara con palabras que salieran de su misma ánima
hacia el papel.
No, me repetí una infinidad de veces,
pasando página por página, primero con cuidado, luego con desesperación, con
tanta brusquedad que arranqué varias de ellas. ¿Dónde estaban todas mis
anotaciones? ¿Dónde habían quedado mis registros, mis recuerdos, mis visiones
del futuro? Aquél diario había sido lo único que me definía, la única llave
para descubrirme y descifrarme, la expiación y el descanso que tanto anhelaba,
y ahora estaba perdido. ¿Qué había pasado? ¿Dónde había quedado todo, dónde
había quedado yo, dónde podría ahora buscar encontrarme o crearme, dónde
alcanzaría los sueños que me había robado la vida?
Fuera de mí, rompí el diario, hoja por
hoja, y, encontrando un extraño placer en las muchas pequeñas heridas que los
bordes del papel hicieron en mis manos, arrojé los trozos por toda la
habitación. Mi energía estaba en su pináculo, así como mi rabia, y había
perdido todo el control sobre mí. No, me equivoco; más que haberlo perdido, lo
había cedido. Me había finalmente dado por vencido, me había entregado a la sombra
que me había acompañado por siempre y había decidido que había llegado el
momento que con tanta ingenuidad había postergado; supe, entonces, que toda mi
vida me había conducido a ese preciso momento, al asesinato, al crimen, al
conocimiento de mi identidad como producto de una violación; desde mi
concepción había sido una carga, algo que no debería haber sucedido. Era, por
tanto, lógico que lo hubiera continuado siendo por el resto de mi vida.
Con lágrimas humedeciendo mis
enrojecidos ojos, me acerqué a la cabecera de mi cama y tomé las dos pesadas
esferas que tanto me agradaban. Sin sentir ya la menor atracción a ninguna de
ellas, las arrojé al frente, hacia las ventanas, buscado que los fragmentos de
la carta desaparecieran de mi vista para siempre.
El cristal se hizo añicos con un
estruendo y cayó al suelo como en cámara lenta, cada pedazo de mi ventana
reflejando los rayos de luz lunar que dominaban la noche. Sin embargo, los
trozos de carta no se fueron junto con el cristal, sino que, faltos de una
superficie a la cual adherirse, se reunieron con el viento y entraron a mi
habitación con la furia de un tornado, arremolinándose, una vez dentro,
alrededor de mí y formando un asfixiante remolino de papel y viento al que se
unieron los trozos de mi diario y el cual comenzó a cerrarse en torno a mí con
una inquietante celeridad.
Desesperado, traté de salir de ahí, de
escapar, pero me fue imposible; la cantidad de energía almacenada dentro de mí
era tanta que había tomado plena posesión de mí y me veía incapaz de ordenarle a
mi cuerpo qué hacer. El gélido viento nocturno que giraba a mi alrededor me
laceraba la piel y me la ponía al rojo vivo, y cada trozo de papel abría más y
más cortes a lo largo de mis brazos, mi pecho, mi cabeza y mis piernas, como si
quisiera adornar mi piel con más cicatrices de las que todos aquellos años de
autolesionarme me habían dejado.
No sabía si el que rugía con tanta ansia
era yo o el viento, pero aquella vorágine de movimiento y dolor era
insoportable. Sabiendo que mi sueño de clausura había llegado, sintiendo la
sangre correr por mi cuerpo como un mar de fuego, cerré los ojos y me dejé
mezclar con aquél remolino, dejé que me envolviera por completo, que me tomara
y me llevara consigo, pues cualquier lugar sería mejor que en el que estaba en
aquél momento; sintiendo los trozos de papel atacarme con la ferocidad de una
bandada y escuchando la algarabía a mi alrededor, esperé el final.
Los asfixiantes segundos que
prosiguieron parecieron tomar una eternidad, pero, en el instante antes de que
al fin me sintiera abandonar mi carcasa de sangre y carne, encontré al fin el
descanso que tanto había buscado. Noté perfectamente cómo todo mi ser se abría
por completo, cómo me dividía en tantos fragmentos como el cristal que había
roto y me unía a la noche, al silencio y a la eternidad, cediendo al opresor
poder del viento y desintegrándome en tantas partes que nadie nunca encontraría
ni un solo rastro de mí en cuanto despuntara el alba. Fue una sensación
indescriptible y gratificante la de pasar a formar parte de algo prístino,
puro, la de por fin tener un propósito en la vida, por más que este fuera tan
sencillo y absurdo como convertirme en otra estrella más que salpicara el
firmamento.
La salida a la que llegué no fue más que
otra entrada, como cualquier hiato en la vida, pero, esta vez, una radiante
mujer envuelta en fausto me acompañó dentro con una traviesa sonrisa en sus
labios.
Explicación
de las ideas presentadas en el cuento y su relación con un elemento químico
El
elemento químico sobre el que basé mi cuento es el tecnecio, de número atómico
43. No utilicé este número de forma explícita en el cuento porque quise
mantener a lo largo de todo el texto la interrogante de a cuál elemento me
estaría refiriendo; sin embargo, sí hice alusión a este número cuando, en la
página 12, menciono que las “mariposas” adheridas al cristal del cuarto de
Tadzio son “poco más de cuarenta”. También, ahí digo que se unen en pares y que
se acomodan en escalones a lo largo de las ventanas, con lo que hago alusión a
la representación de la configuración electrónica del tecnecio, con las
“mariposas” siendo los electrones.
El nombre de mi personaje sólo lo
menciono en la carta que recibe de su padre. El nombre de Tadzio Carlo Finto
tiene la siguiente explicación; los descubridores del Tecnecio fueron Carlo
Perrier y Emilio Segrè, así que el nombre Carlo lo tomé del primero. Tadzio lo
elegí dado que era un nombre italiano que comenzaba con t, ya que mi personaje
nació en Italia y quería que tuviera un nombre de dicha nación que comenzara
con esa letra. Finalmente, tecnecio viene del griego “technikos”, que significa
artificial; por tanto, busqué una palabra en italiano que tuviera tal
significado. Encontré dos: artificiale, que era una referencia muy obvia, y
finto, que encontré adecuada para el personaje.
La historia de la concepción de Tadzio
tiene la siguiente explicación: el tecnecio es un elemento artificial, puesto
que no se encuentra de manera natural en la Tierra, y se forma mediante la
descomposición de uranio en reactores nucleares. La madre de Tadzio representa
este átomo de uranio, y el padre, un neutrón, una partícula beta o algún agente
que pueda ser capaz de provocar la fisión del uranio. Por esto es que la
concepción de Tadzio y sus hermanos es tan violenta; la violación representa el
agresivo ataque contra el uranio para su descomposición. La madre de Tadzio dio
a luz a quintillizos puesto que estos cinco representan los “productos” de la
reacción nuclear, y murió dando a luz puesto que, al dividirse, el uranio
técnicamente deja de existir. El padre, James, desapareció por la misma
explicación de la reacción nuclear.
Cabe recalcar que el nombre del padre,
James Finto, se debe a que, como pensé en él como un neutrón, le puse el nombre
de James Chadwick, a quien comúnmente se le atribuye el descubrimiento de esta
partícula. Es inglés porque el mismo James Chadwick era inglés, y trabajaba en
la ciencia nuclear, tema sobre el cual James Finto iba a dar su conferencia. El
nombre de la madre, Ida Klaproth, se debe a que el tecnecio había sido
erróneamente reportado como descubierto antes, por un grupo de científicos
entre los que estaba Ida Tacke. El apellido Klaproth lo tomé de Martin H.
Klaproth, descubridor del Uranio, átomo al que personifica Ida.
James violó a Ida en Berkley ya que
Perrier y Segrè descubrieron al tecnecio en una muestra de molibdeno que había
sido bombardeada con deutrones en el ciclotrón de Berkley. Sin embargo, Ida da
a luz en Italia porque tanto Segrè como Perrier eran italianos y descubrieron
en ese país al elemento; Tadzio nace en 1937, evidentemente, porque ese fue el
año en que se descubrió al elemento.
La casa de Tadzio es hexagonal y de
cristal porque la estructura cristalina del tecnecio es hexagonal compacta. Es
la número 4d porque el elemento forma parte de la segunda serie de transición,
en la que el orbital 4d se está llenando.
Otra cosa importante es el primero hijo
de los padres de Tadzio. El tecnecio ya había sido “predicho” antes, por
Mendeleev, y había sido llamado eka-manganeso, es decir, el que viene después
del manganeso. Por esto, decidí que los padres ya hubieran adoptado a un niño
que representara a tal elemento, para que Tadzio fuera el que viniera después
de él. Se llama Johan dado que fue Johan Gottlieb el descubridor del manganeso,
y Scheele porque fue Carl W. Scheele quien luego se supo que había descubierto,
sin darse cuenta, a tal elemento. Johan, pues, tiene otra simbología en la
historia: muere cuando la asistenta le da jarabe para curar su enfermedad; aquí
estoy poniendo a Johan como permanganato de potasio, que es un compuesto del
magnesio que da anemia. Esta enfermedad era la que en verdad tenía Johan, pero
que el doctor no diagnosticó bien por su incompetencia. Ahora bien, un
excipiente de los jarabes es el glicerol, y la reacción entre este y el
permanganato de potasio es altamente exotérmica, y es por eso que escribí lo
del incendio, el cual, pese a que nadie lo supo, fue causado por el mero hecho
de que Johan tomara su medicina.
Los ojos de Tadzio, que él describe que
cambian de color rápidamente y forman tonalidades muy coloreadas, representan
la facilidad para formar complejos que tienen los metales de transición; estos
complejos son coloreados y de tonalidades muy vívidas. Su cabello plateado
representa el color del elemento, así como su piel grisácea. Le sientan mal la
humedad y las corrientes de viento dado que el tecnecio arde en presencia de
oxígeno y pierde su brillo en presencia de aire húmedo.
Tadzio ha estado 22 veces en el hospital
dado que se han descubierto 22 isótopos del tecnecio. Se encontraron entre 97 y
99 niños con casos semejantes al suyo dado que los isótopos del tecnecio de
larga vida, los más estables, son los 97, 98 y 99. Los desórdenes de
personalidad que le han diagnosticado fluctúan entre 4 y 7 ya que entre estos
números se encuentran sus estados de oxidación más comunes. Otra cosa
importante es que a Tadzio le gusta la astronomía y mirar las estrellas dado
que el tecnecio ha sido hallado en los espectros de estrellas lejanas; también
a esto se debe el final de la historia, donde menciona que pasará a formar
parte de las estrellas.
El encuentro entre James y Tadzio se da
en el Hotel Candil ya que el tecnecio se forma en los reactores nucleares, y en
México hay uno en Laguna Verde. Entré a Expedia y busqué hoteles allí, y
encontré el Hotel Candil. El número de la habitación, 127, coincide con el
número que aparece en la dirección del hotel en Veracruz.
Tadzio se ha sentido atraído siempre hacia la
esfera de aluminio o la esfera de oro dado que los compuestos de metales de
transición pueden ser paramagnéticos o diamagnéticos dependiendo de la
presencia o no de electrones desapareados en el suborbital d; el oro, pues, es
diamagnético, y el aluminio, paramagnético. El hecho de que Tadzio se haya
rodeado de muchas cosas a lo largo de los años (libros, videojuegos, plantas,
etc.) representa también la afinidad del tecnecio por formar complejos,
“rodeándose” de cosas para luego rodearse de algo más.
Tadzio se “llena de energía” y se queda
“inquieto” tras su encuentro con su padre debido a que este último representa
un agente capaz de causar alguna disrupción energética. Tadzio, pues, siendo un
elemento radioactivo, al entrar en contacto con su parte se convierte en su
isótopo Tc-99m, el cual tiene una corta vida media, razón por la cual Tadzio
muere poco después. La muerte de James a manos de Tadzio tiene un propósito más
literario, aunque también, dependiendo del agente que eligiéramos para ser
representado por James, podría tener alguna implicación química.
Cuando en el cuento menciono que se
encontró “evidencia histórica” de la existencia de personas como Tadzio en el
pasado, hago referencia a que se cree que hace mucho tiempo pudo haber existido
tecnecio en la tierra, pero debido a su radioactividad, todo ese tecnecio que
existía ya se ha descompuesto (esta descomposición se puede trasladar también a
las “grotescas escenas” en las que morían las personas sobre las que el doctor
le habló a Tadzio).
También, menciono que después del nacimiento
de Tadzio comenzaron a nacer otras personas como él. Esto se debe a que, tras
descubrir al tecnecio, este comenzó a ser sintetizado y formado para distintos
propósitos, tanto de análisis como de aplicación en pruebas médicas
radioactivas debido a que se enlaza químicamente a muchas moléculas
biológicamente activas. Por lo anterior es que digo que esas personas que
vinieron después de Tadzio se convirtieron en biólogos y médicos
principalmente, y también es por ello que digo que ellos sí encontraron un
camino, dado que la existencia de ellos sí tenía un propósito, un fin
específico, desde un inicio.
Esto me lleva a la parte más importante
de mi explicación. El tecnecio es un átomo radioactivo, y tiene una toxicidad
en humanos incomprendida; es por esto, pues, que lógicamente nadie querría
entrar en contacto con él a menos de que fuera con un propósito fijo. El
rechazo y la incomprensión que Tadzio experimentó se deben a ello, a que los
humanos no quieren acercarse a un elemento tan radioactivo, y por ello todos se
sienten incómodos cerca de él y experimentan “una mala vibra” emanar de Tadzio.
Además, dado que el tecnecio es artificial, es por ello que menciono que todos
lo consideran como una abominación o como algo que no debería existir, algo que
nunca antes habían visto, algo que no entienden y que por tanto temen. A los
que vinieron después de él ya los quisieron porque ya los comprendían, pero a
él, siendo el primero, todos le temían y nadie quería acercársele. Cuando
menciono que “la existencia de Tadzio ya había sido vaticinada”, me refiero a
lo que ya he mencionado antes, que Mendeleev había predicho su existencia,
aunque le doy un carácter distinto, tachando a Tadzio como una especie de
anticristo.
El hecho de que Tadzio haya comenzado a
autolesionarse lo consideré como una repercusión de su radioactividad sobre él
mismo, sobre su carácter humano. Pese a que no lo menciono en la historia, en
realidad Tadzio nunca fue quien se autolesionaba; los efectos de su
radioactividad, unidos a la “inestabilidad” propia de un metal de transición,
que cambia de estados de oxidación y está en un constante llenado de orbitales,
era lo que causaba todas las cosas raras en él y lo que provocó que tuviera que
ser internado en el hospital cuando las cosas se salían de control; también, es
esta inestabilidad por la cual le atribuí desórdenes de personalidad, puesto
que “cambia de configuración”, y menciono que su condición empeoró con el
tiempo dado que, ya desde un punto de vista literario, creo que Tadzio comenzó
a volverse más y más loco conforme iba viendo que no había manera de explicar
sus lesiones; comenzó a desconfiar de sí mismo, y, no encontrando ayuda ni
apoyo, no pudo hacer más que enloquecer.
Todo lo demás que no he mencionado lo
escribí con una intención puramente literaria, Habrá algunas cosas que describo
sobre Tadzio o sobre otros personajes que no aparecen acá, y fueron características
o ideas en torno a ellos que nacieron de la investigación que me llevó a imaginar
la aplicación de todos los datos que encontré, misma de la cual partí para
crear a mis personajes. Tadzio, como hombre incomprendido dado que nunca antes
había habido alguien como él, se convirtió, pues, en una persona introvertida,
huraña, deprimida y llena de rencores por sentirse incomprendido, por no poder
explicar sus cambios de personalidad ni las heridas y moretones que aparecían
constantemente en su cuerpo. La mujer que lo recibe al morir, cabe añadir, es
su madre, que lo espera buscando darle todo el amor que nunca pudo conseguir
por el rechazo que todos sentían hacia él.
Para finalizar, aunque quizá sea
evidente, he de mencionar que el hecho de que Tadzio se desintegre al morir
hace alusión a que, como isótopo radioactivo de corta vida, el Tc-99m se está
desintegrando.
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