Un hongo de color negro, recogido por robots en las paredes de la dañada ciudad de Chernobyl es capaz de absorber la radiación y utilizarla para su propio beneficio. El hongo (en la imagen) es rico en melanina, un pigmento que del mismo modo que en la piel humana, le da el color y nos protege, por ejemplo, de la radiación ultravioleta que proviene del Sol.

Los científicos experimentaron con tres especies de hongos encontradas, observando como los que contenían melanina crecían de forma considerable. "En general nos parece de la radiación como algo malo o dañino. Aquí tenemos una situación en la que estos hongos aparecen beneficiados", dijo a LiveScience Arturo Casadevall, investigador de la Facultad de Medicina Albert Einstein en Nueva York.
Las pruebas se realizaron con unos niveles de radiación ionizante cerca de 500 veces superior a la normal, pero los investigadores quieren dejar claro que estos hallazgos no significa que los hongos pueden comer material radiactivo y de alguna manera limpiarlo, más bien, los hongos pueden simplemente aprovechar la energía que emiten los materiales radiactivos para su propio beneficio.
De todos modos, esta capacidad puede resultar útil para la gente. "Dado que la radiación ionizante es frecuente en el espacio, los astronautas podrían ser capaces de confiar en los hongos como una inagotable fuente de alimento en las misiones de largo recorrido o para colonizar otros planetas," aseguran los investigadores. Que también señalaron que la melanina en los hongos no es diferente químicamente de la melanina en la piel humana. "Es pura especulación, pero podría ser posible que esta melanina proporcionase energía a las células de la piel", concluyeron.




Many people in the modern Western world delude themselves that their culture is generally free from the effects of intoxicating substances except in the criminal underworld, and that ‘nice people don’t take drugs’. But Richard Rudgley of the University of Oxford, a researcher of the oasis communities of Chinese Central Asia, shows that our culture and other cultures across the world have a rich tradition of using chemicals, mainly from plants, to produce altered states of consciousness. These range from the ritualistic use of the fly-agaric in Palaeolithic Europe to betel-nut chewing in Papua New Guinea, and from pretentious bone-china tea sets in Surbiton to the tragic inhaling of petrol fumes by Aboriginal Australians.


